¿Sabéis cuál es el inconveniente de ver tantas series? Que de vez en cuando las situaciones ridículas, cuasi imposibles, estrafalarias, estrambóticas, que ves en la tele te pueden ocurrir. A mí, más a menudo de lo que me gustaría. Y no estoy hablando de la vez que bajando las escaleras se me cayó un bote de ketchup y hubo que pintar toda la pared, ni de la vez que llegué al instituto y me di cuenta de que llevaba zapatos desparejados, ni de ninguna de todas esas situaciones ouch, ni de lo que pasó con el bote de chucherías, no. Estoy hablando de lo que me ha pasado hoy, que es tan surrealista como eso o más.
Pongámonos en contexto: 16:45, mi casa. Termino de ver un capítulo de The Good Wife, y claro, decido que me tengo que poner a estudiar. Pero claro, tengo un perro a mi lado, y los perros además de necesitar estar de vez en cuando al aire libre molestan un huevo cuando estás estudiando. Podemos sacarlo al jardín de atrás. Sí, saquémoslo al jardín de atrás. Voy con él hasta allí, y veo que su chisme del agua no está. Ah, claro, está en el jardín de delante, porque por las mañanas lo sacamos allí, y lo podemos ver desde la cocina.
En el fatídico momento en el que abrí la puerta de delante, yo acababa de levantarme de estar espatarrado en la cama viendo la tele, es decir, no llevaba cartera, reloj, ni ningún utensilio de ningún tipo. Por no llevar, no llevaba ni zapatos. ¡Ah, cruel destino! En esto me alejo unos pasos de la puerta, me agacho a por el bebedero, y escucho como la puerta se cierra. ¿Os acordáis de que primero fui al jardín de atrás? Es la magia de las corrientes de aire, que si dejas dos puertas abiertas una se cierra.
En aquel momento, lo primero que hice fue mirar al frente, como si fuese un rodaje de una comedia más bien cutrilla, y decir "no". En el jardín estábamos yo, Atila (que había decidido acompañarme antes del fatídico momento), la mesa y las sillas del porche, una pelota de fútbol de mi hermano, y una de tenis de Atila. Y, por supuesto, el cuenco de agua, agua que tras un rato bajo el calor que tenemos estos días ves de otra manera. Y, por el contrario, no estaban ni las llaves, ni la cartera, ni mi móvil, ni mi reloj, ni mis zapatos. Si hablamos del conjunto de mi casa, tampoco había una sola persona (aparte de mí, si consideramos el jardín parte de la casa). Y si hablamos de mi casa y las inmediatamente laterales -cuyos habitantes tienen bien llave de mi casa, bien llave de la casa del otro lado, quienes son los que tienen llave de mi casa-, pronto descubriría que no había un maldito alma. Ni coches aparcados en la calle había. Si os lo preguntáis, sí, fui en calcetines hasta la puerta de las casas de los vecinos para ver si estaban.
Y allí estaba yo. Y Atila. Y nadie más. De vez en cuando, cada varios minutos, pasaba un coche. Incluso dos o tres vecinos que conozco de vista. Yo simplemente estaba sentado, y, por ratos, quedándome dormido o bien elaborando una teoría filosófica sobre cómo puede el hombre quedarse encerrado en el mundo, sin más barrera que la puerta de su casa. Tras un rato incluso intenté mirar la hora a través de la ventana de la cocina, pero el cristal reflejaba la luz del sol y era imposible. Entre tanto, mi perro coprófago había aprovechado para hacer caca y ya empezaba a comérsela. Poder hacer caca al aire libre es algo que no suele valorarse mucho, pero en una situación como la mía lo ves de otro color. Porque creedme, no es nada agradable la sensación de cuando empiezas a darte cuenta que en breve vas a tener verdaderas ganas de ir al retrete.
Pero volvamos a mi viaje por el desierto. Allí estaba yo, sentado. Tras quedarme dormido durante unos segundos varias veces en distintas posturas (por ejemplo, usando el balón como reposacabezas allá donde el respaldo de la silla no llegaba) intenté repasar Civil. Claro, al principio puede parecer una buena idea, pero cuando te das cuenta de que hay cosas de las que no te acuerdas y que no puedes mirarlo sientes más agobio que otra cosa.
En uno de esos momentos de reflexión paró delante de casa una furgoneta de una de estas empresas de envío de paquetes. Era para los vecinos que tienen la llave de los otros vecinos que tienen mi llave. Mi mayor temor era que al darse cuenta de que no estaban me dijese si me importaba guardárselo y que le firmase en algún sitio, porque no iba a ser una situación cómoda para mí dirigirme en calcetines hasta ella, la verdad. Al final, por suerte, simplemente lo dejó en el buzón (creo) y se fue. Debieron ser unos cincuenta segundos, pero era la persona veía durante más tiempo desde el inicio de mi travesía, y en un momento como ese, en el que llegas a dudar que exista algún ser humano aparte de ti, pues se agradece.
Como podéis sospechar, mis padres no iban a llegar pronto (están trabajando), así que mi esperanza estaba puesta en que llegaran los vecinos. Tampoco sabía si llevaba mucho tiempo fuera o no, porque, como recordaréis, no tenía reloj. Y claro, cada vez que oía el ruido de un coche cruzaba los dedos para escuchar disminuir las revoluciones del motor, algo que pasó más veces de lo que podéis imaginar (mi teoría es que la gente se metía en el garaje, al que se entra un par de casas más allá que la mía). Sin embargo, tras un período indeterminado de tiempo, el universo decidió darme una tregua, y un coche se paró al lado de mi casa. Era el coche de los vecinos que tienen la llave de los otros vecinos que tienen mi llave. Tras explicarles como pude la por otro lado totalmente común y diaria situación en la que me encontraba, accedieron a dejarme la llave para que cogiera la llave de mi casa en la casa de mis vecinos (sí, parece un trabalenguas).
¡Ah, pero no era más que una treta del destino, una estratagema más del universo pretendiendo ganar la batalla de la desmoralización! Porque, por razones que aún no alcanzo a comprender (barajo la teoría de una conspiración a nivel internacional), al girar la llave la puerta no se abrió. Al otro lado. No, tampoco se abría. La solución: saltar desde el jardín de atrás de los vecinos que acababan de llegar al mío, porque, oh sorpresa, como recordaréis, la puerta del jardín de atrás permanecía abierta enésimos minutos después. La aventura alcanzaba a su fin con una inquietante paradoja: aquella puerta de atrás, que ahora me brindaba la posibilidad de volver a casa, a la normalidad, tras la travesía por el desierto, era la misma que había causado mi desgracia al estar abierta cuando se me ocurrió salir al jardín delantero.
Sin embargo, no acaba mi relato aquí, porque aún queda una incógnita por resolver y una nueva broma del universo para mí. La incógnita es la de la hora. Y es que una de las primeras cosas que hice al recuperar mi modesta situación anterior y penetrar en la fortaleza inexpugnable en la que un golpe de viento había convertido mi casa, fue mirar la hora en aquel reloj de la cocina que no alcanzaba a vislumbrar desde el exterior. Marcaba, aproximadamente, las 18:40. Casi dos horas, que parecían años, que parecían siglos. La jugarreta del destino la descubrí cuando regresé a mi habitación y miré por la ventana, apenas unos segundos de atravesar la puerta causa de mi desgracia y de mi salvación: en ese momento bajaban de su coche los otros vecinos, a los que el universo parecía haber convencido para llegar justo después de los otros para hacer la cosa más interesante (si hubieran llegado a los diez minutos de empezar la aventura, ¿qué gracia hubiera tenido?).
Y ya llegamos al momento actual, queridos lectores, porque después de mi vistazo más allá de la ventana, al salvaje mundo exterior que fue mi cárcel, decidí que era mi misión reflejar la travesía por escrito, para que quedara constancia y que las generaciones venideras no cometiesen mi error, o mi bendición, si es que existe el bien o el mal absoluto. Tras dos horas en la única compañía de mi perro y de esporádicos espectadores que observaban la situación desde sus coches o desde su furgoneta de reparto de paquetes. Tras una nueva prueba del destino, tras una nueva piedra en mi no-zapato, tras una nueva broma del universo. Tras tener el mundo como cárcel, y ser salvado por aquello que me condenó.
Nota: ahora que acabo de leerlo, veo que según he ido escribiendo he ido pasando de la broma fácil y el estilo desenfadado a un discurso más literario, incluso parecería un relato inventado. Noto, en la manera en que he reflejado el tiempo, mucho mayor en mi mente que en la realidad, influencias o similitudes con aquel gran cuento que tanto me gustó en su momento, La autopista del sur, de Julio Cortázar, y que tras mi experiencia aprecio todavía más. No descarto volver a escribir la experiencia algún día y acercarme aún más a ese realismo mágico, a ese tiempo subjetivo y a esa épica que caracterizan La autopista del sur. Y bien, ¿qué os parece como experiencia, como relato, y como una muestra más de una torpeza que cada día me preocupa más? Por cierto, decidí que iba a hacer esta entrada durante mi espera, aunque al principio, cuando aún no había pasado todo lo que pasó, la había planeado como un especial en memoria de las Situaciones ¡ouch!.